De la antigüedad habitada de estas tierras no es posible dudar. Contra cualquier escepticismo ahí está el testimonio indiscutible del anónimo pintor de Altamira, escrito en las paredes hace quince mil años. Historia bien antigua tiene esta Cantabria que, sin embargo, se queda -bien cerrada por bosques y montañas- al margen de ciertas convulsiones que agitaron la mayor parte del territorio hispano. No se quedó al margen de Roma, es cierto, porque ésta llegaba a todos lados, y parece que el propio César Augusto fue quien, en persona, hubo de dominar su heroica resistencia. El dominio de los árabes no la afectó directamente, aunque los cántabros lucharon hombro con hombro con las huestes de Don Pelayo. Los franceses solo la ocuparon por dos breves períodos y las dos guerras carlistas pasaron sin rozarla. De ahí, tal vez, su aire de paz insuperable.
CASTRO URDIALES
Ni dibujando la estampa a propósito podría salir mejor. Desde el suelo, Castro es hermosísimo. Desde el aire, resulta hasta excesivo. Es una de las Cuatro Villas del Mar de Castilla que, a lo largo de la Edad Media, se reparten la capitanía de la costa. Había sido romana en tiempo de Vespasiano -«Flavióbriga»- y fue saqueada por los franceses tras un duro sitio. Su iglesia de Santa María es, tal vez, el mejor gótico de la provincia. Su castillo fue de los Templarios, disueltos por Clemente V en 1310. El faro está curiosamente embutido en la antigua fortaleza. Castro Urdiales, además de ser un lugar arrebatador, es puerto pesquero importante y centro de una industria floreciente. Paseando por sus calles, bebiendo un vaso de recio y oscuro vino de pellejo en cualquiera de sus frescas tabernas una sombra amiga nos lleva del brazo: la de aquel malogrado y genial Ataúlfo Argenta.
LAREDO
Alfonso VIII, que fue Rey providencial para estas costas, repobló Laredo a comienzos del siglo XII. Los franceses, en los años que corren, se han atribuido idéntica misión y, en unión de algunos españoles, han llenado los cinco kilómetros de la playa de Salvé con nuevas y empinadas construcciones que hacen pensar vagamente en una Copacabana cántabra. Este «boom» fulminante es fenómeno destacado del turismo español.
SANTOÑA
Santoña, villa industrial industrial y marinera, y antigua plaza fuerte. Como la bahía es cerrada, Laredo se alcanza a simple vista. Cuenta con su vieja fortaleza, el barrio antiguo de la villa y la plaza, con su arco de árboles frondosos y su kiosco de la música, recuerdo aún cercano en que el baile en la plaza era ingenua y sana diversión de tarde de domingo.
PAISAJE BIEN ORDENADO
El perfil de Noja tiene una variedad llena de encanto, un movimiento inteligente de tierras y de aguas, una graciosa teoría de entrantes y salientes. La punta de Sonabia y la península guardan la entrada de la ría de Santoña. Enfrente se encuentran las playas de Ris y la de Isla que en los últimos años está adquiriendo enorme desarrollo. Lo más estimulante de este litoral es la continua presencia del verde junto al agua. El sembrado, el árbol, la pradera, suavizan la aspereza de la roca creando un ordenado y bellísimo juego de contrastes. Paisajes como éste parecen pensados por un inefable arquitecto celestial.
PARAISO PARA USO DE GOLFISTAS
Al otro lado de la bahía de Santander, nos encontramos esa maravilla que es el golf de Pedreña. Los aficionados a este deporte, que suelen ser gentes bien acomodadas y de buen gusto, han alcanzado aquí una cumbre difícil de igualar. Las masas de verde oscuro de los árboles dibujan islas de sombra en el césped de tonos más suaves. El agua del mar está cerca. La piscina, como una turquesa transparente, a dos pasos. A través de la fina niebla Santander recorta un amable perfil coronado por el palacio de la Magdalena. No falta ningún elemento material para la perfección. Sólo queda ya el problema de la puntería entre la bola y el agujero.
PERFIL DE LA MAGDALENA
Serviría para explicar claramente a los alumnos de Geografía lo que es una península. Esta de la Magdalena separa la bahía de Santander del Sardinero. Del lado de allá quedan cinco playas espléndidas que empezaron a verse concurridas cuando la epidemia de peste en Madrid en 1854 lanzó sobre esta costa una multitud de fugitivos que recelaban de San Sebastián como posible puerta de entrada de la infección.
DE UN EXTREMO A OTRO
Sobre la iglesia de dibujo gótico los cubos escuetos, los volúmenes secos, las cortantes aristas de esa actualísima edificación. Un filósofo podría elaborar aquí toda una teoría sobre las formas de ser y de vivir observadas a través de la arquitectura. En este caso, último extremo de la más rabiosa oposición, nos pondrían en un apuro si nos hicieran elegir. Tal vez la única respuesta entre la colmena y la ojiva sería: «Ni lo uno ni lo otro».
HERMOSA TRAS LAS CATASTROFES
La más importante de las cuatro Villas del Mar, cuando Burgos era cabeza de Castilla, la vieja Santander, despliega aquí sus renovadas bellezas civiles. No ha sido Santander ciudad de buena suerte. A finales del siglo XV fue destruida por un incendio. En 1893 el fuego y la muerte acompañaron la explosión del vapor «Cabo de Machichaco», que llevaba dinamita a bordo. En 1941, otro terrible incendio devastó una cuarta parte de sus edificios. El viento del Sur ha sido siempre el feroz enemigo, ese viento caliente que, en la última ocasión, avivó durante tres días la espantosa hoguera. Pero los cántabros son de dura raza. Con el mismo afán con que resistieron cien años el ataque poderoso de Roma, han luchado siempre contra la adversidad. Hoy Santander, renacida, hermosa, clara, ofrece a la cámara del fotógrafo la serena sonrisa de quien ha sabido vencer al Destino.
LO NECESARIO ES NAVEGAR
La dársena de Molnedo o Puerto Chico empieza allí donde el paseo de Pereda se encuentra con la calle de Casimiro Sainz. De aquí arranca la avenida de la Reina Victoria, por donde se llega al Sardinero. A cada paso encontramos un testimonio de la tradición marinera de Santander. Los antepasados de estos que hoy arriman su barca a este muelle céntrico, fueron con San Fernando, en 1248, a la conquista de Sevilla. Ellos embistieron, a las órdenes de su Almirante, el burgalés Ramón de Bonifaz, el puente de barcas atado con cadenas que unía la ciudad a Triana. Desde entonces, en el escudo de Santander y de otras villas marineras figura la Torre del Oro como blasón inestimable. Fue una gran ocasión de asociar dos pueblos que ya, para siempre, sentirían una forma especial de amor y entendimiento. Porque la emigración montañesa sigue dos corrientes bien definidas: una, que lleva a las Antillas de América; otra, que baja a las tierras del Sur. «La tienda del montañés», dicen aún por allí abajo para designar la que comercia en ultramarinos. El mar ha dado a Santander forma y estilo. Fue del establecimiento del Consulado del Mar, en el siglo XVIII, de donde arranca el impulso renovador de la provincia. Y es su mar el que, en los últimos años, ha reforzado el interés turístico, que alcanza hoy niveles nunca conseguidos.
UNA CATEDRAL SORPRENDENTE
Este edificio de planta irregular, remozado de paredes y techos, erguido en la zona más alegre y ajardinada del nuevo Santander, es la vieja catedral, gravemente dañada por el incendio de 1941. La iglesia principal -de la segunda mitad del siglo XIII- coexiste con la llamada Cripta o Parroquia de Cristo, un siglo anterior, que fue colegiata de los mártires Emeterio y Celedonio, primitivos patronos de la villa. Se construyó esta iglesia en lo que fue cerro de San Pedro o de San Nicolás, donde existió el castillo de San Felipe. El torreón parecería construcción militar todavía si la cruz y las campanas no le dieran remate.
EL PASEO DE PEREDA
Este es uno de los lujos de la ciudad, una avenida digna de tomarse como ejemplo. Este paseo, tendido junto a los Clubs Náutico y Marítimo, que corre alegremente hacia el Sardinero, que escucha en verano la música o los versos de la p´roxima Plaza Porticada, donde se celebra el Festival Internacional, tiene algo que arrebata inmediatamente nuestro corazón.
GOTICO ENTRE LAS FABRICAS
Torrelavega, con su bonita iglesia gótica, tenía en 1900 la curiosa cifra de 7.777 habitantes. En 1960 pasaba de los 31.000. Este crecimiento fabuloso se debe al desarrollo industrial, que la ha convertido en la segunda ciudad de la provincia. Parece que aquí tuvieron los Vega -la familia de Garcilaso- su casa solar y de ahí arranca el nombre moderno de la villa.
DONDE EL TIEMPO NO CUENTA
Santillana nació en torno al monasterio en que se guardaban los restos de Santa Juliana, mártir cristiana de Asia Menor. Fernando I le otorgó fueros, que Alfonso VIII confirmó. En tiempos de Juan II se crea el Marquesado de Santillana, con que el Rey confirmaba el señorío de don Iñigo López de Mendoza, el inolvidable poeta de las «serranillas». La asombrosa Colegiata resume, con su recia arquitectura y su caliente color dorado, un conjunto de armoniosa unidad en que el tiempo parece detenido. Plazas y calles conservan las casonas tradicionales con los viejos escudos sobre el portal. Muchos de los nombres ilustres de La Montaña tuvieron aquí residencia. Santillana del Mar es una de esas experiencias que el viajero no olvida y que se completa con la visita a las próximas cuevas de Altamira, donde un troglodita cazador no sabía aún que estaba inventando la pintura.
LECCION DE SERENIDAD
En Comillas hay graciosos chalets de principios del siglo XX, cuando era lugar de aristocrático veraneo y una famosa Universidad Pontificia de grandes proporciones y gusto arquitectónico discutible. Pero a esas imágenes más conocidas hemos preferido la simplicidad de este pequeño puerto casi vacío en que el agua lame blandamente las paredes del dique. La fotografía puede ser un símbolo de paz de este litoral santanderino en que el turista está aún en la proporción suficiente para no desordenar el conjunto. Las ciudades del sol implacable han impuesto a las vacaciones un ritmo frenético, un «neopaganismo» donde la piel bronceada esgrime razones últimas y elementales. Pero aquí, donde el sol brilla moderadamente, las vacaciones pueden ser también paseo, descanso, gusto de soledad frente al paisaje. El puertecito de Comillas, humilde, nos da su pequeña lección de serenidad.
INTERMEDIO BUCOLICO
Faltaban las vacas. No se puede ignorar a las vacas en esta provincia, la mayor productora de leche de todas las de España, asociada siempre en nuestra imaginación con esos pastos húmedos y verdes que deben ser paraiso del ganado. Y las vacas están aquí, puntuales, magníficas, para darnos en una sola imagen el resultado urgente y exacto, para tranquilizarnos con su presencia fiel en ese prado que se asoma a la orilla del mar.
COMO UN VIVO RETABLO
Los ríos Escudo y Gandarilla salen al mar en San Vicente de la Barquera, una de las poblaciones de más hondo sabor de la costa santanderina. Puerto de pescadores, concurrido y famoso centro de veraneo, el pueblo se escalona graciosamente a los pies de las ruinas de su fortaleza medieval y de su iglesia gótico-románica consagrada a Nuestra Señora de los Angeles, desde donde es posible contemplar un panorama deslumbrante.
SOBRE LOS PICOS DE EUROPA
Estos montes son frontera natural de Santander y Asturias. Pero cuando volamos sobre ellos parecen querer jugar a escondernos su misterioso encanto, su dramática y desnuda violencia. Las nubes pacíficas, en grandes rebaños, se apartan un instante para desvelarnos algún pueblo minúsculo al fondo del profundo valle. En seguida se cierran otra vez para que no veamos el camino, para que solo nos quede una sensación de temor mientras casi se rozan las cumbres embozadas.
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